Otras veces, a puertas abiertas, no hacía falta que viniera a mi cuarto:
- Mami, ¿estás ahí?
- Estoy, sí, mi vida.
- Mami, ¿me quierés?
- ¡Te quiero!
- Mami, ¿me adorás?
- ¡Te adoro!
Para entonces, no importaba si estaba yo despierta o dormida, en medio de una conversación telefónica o bajo la ducha, era de rigor dejar todo para ir a darle otro beso, antes de que me hiciera la última pregunta:
- Y si te pido un beso, ¿me lo das?
Yo había aprendido ese juego de mi madre, y ahora se lo pasaba a mi hija.
Pasó el tiempo y la puerta, cuando ella llegó a los doce años, se fue cerrando. Más crecía, más se cerraba. Cuando cumplió los dieciséis y descubrió que yo le había leído una carta antes de volver a cerrarla y ponerla sobre su escritorio (no sé cómo no lo notó antes), se compró un candado, de esos pesadísimos y metálicos, y ella misma lo colocó en su puerta (la llave del cuarto se había perdido hacía tiempo); era casi cómico ver tanto candado, para un alguien tan menudita.
- No te metas en mi vida. No me preguntes nada, son cosas mías
Suyas, y de una cadenas de bobitas que no dejaban de hablarse por teléfono, cuando no estaban juntas cuchicheando y riéndose de cualquier cosa a carcarjadas. Eso era ser adolescente y había que respetar la puerta cerrada, siempre y cuando se pudiera revisar el cuarto en su ausencia.
Luego se fue; se fue lo más lejos que pudo. Iba a probar otros mundos, otras lenguas. Su puerta se mantuvo abierta de par en par, dejando visible el vacío de su música, de su ropa esparcida por el suelo, de su cama sin hacer, de sus afiches de rockeros y de sus decenas de anillitos, piedritas, estampitas. La puerta abierta crujía de tanto silencio.
Sus visitas se hicieron distantes. Venía por un fin de semana, llenando el cuarto de ropa para lavar, de ropa lavada, de carpetas llenas de papeles que nunca volvería a hojear. El baño era ahora más importante que su cuarto. Allí parecía demorarse más que en su cama, más que en el teléfono.
- En mi casa nunca tengo tiempo de darme un baño largo como acá. Me gusta el chorro de esta ducha; me recuerda cuando me bañaba de niña, con las pompas de jabón, cuando la cortina de la ducha tenía cubos y ositos... Ella, como yo, también recordaba a la otra.
Y ahora está de vuelta. Acabados sus estudios, vuelve a casa por un tiempo, hasta que decida qué será de su vida. Ahora que rompió con su novio y desarmó su apartamento. Viene cargada de ollas, de macetas, de plantitas y de cubiertos, de vasos, de ropa de invierno y de verano, de bolsos tejidos y bordados, de libros, de revistas, carpetas y afiches.
- Por un tiempo... hasta que decida...
- Estás en tu casa. Este sigue siendo tu cuarto y ésta tu cama, todo el tiempo que quieras.
La puerta ya no tiene candado. Ya no está abierta; tampoco está del todo cerrada, sino cuando ella se acuesta a dormir. De día cuando sale la deja entreabierta; el cuarto casi hecho, semiordenado, su vida a medio hacer.
Autora Nora Glickman
Que sea inexistente las comunicaciones con exigencias y florezca las comunicaciones amorosas.
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