-Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero
que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para
curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos
del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para
que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue
a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá
mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y el mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos
del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía
bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos
una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy
contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al
hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las
llevaba dentro de un gran mate, porque allí hay mates tan grandes como
una lata de querosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito.
Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que
no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que
quería comer dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al
hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre
él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los
ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que el
solo podría servir de alfombra para un cuarto.
-Ahora -se dijo el hombre- voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la
cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres
hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre
tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó
la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más
que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando
porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un
hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días y después le daba golpecitos con la
mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre
quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la
garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba
gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque
tenía mucha fiebre.
-Voy a morir -dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y
no tengo quién me de agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de
sed.
Y al poco rato la fiebre subió aún más, y perdió el conocimiento. Pero
la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella
pensó entonces:
-El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y
después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio
de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed.
Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó
al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién
le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a
nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez
más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles
para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién
le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados,
y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que
era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
-Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir
aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero
nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que
antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la
tortuga lo había oído, y se dijo:
-Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas,
acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien
con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para
acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin
consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces
el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.
Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y
atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre
moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía,
deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar
donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre
enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería
dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía
tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! a
cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo
días y días, semana tras semana.
Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la
tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no
se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el
hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
-Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de
nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más.
Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido
desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para
nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un
resplandor que iluminaba el cielo, y no supo que era. Se sentía cada vez
más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador,
pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había
sido bueno con ella.
Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella
luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir
cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad
-posiblemente el ratoncito Pérez - encontró a los dos viajeros
moribundos.
- ¡Qué tortuga! -dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?
-No -le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre.
-¿Y dónde vas con ese hombre? -añadió el curioso ratón.
-Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires -respondió la pobre tortuga en
una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque
nunca llegaré...
-¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga
más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allí es
Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio
llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en
su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que
se estaba muriendo.
El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar
remedios, con los que el cazador se curó enseguida. Cuando el cazador
supo cómo lo había salvado la tortuga, como había hecho un viaje de
trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse de ella.
Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director
del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como
si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen
pasea por todo el Jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los
días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su
amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere
nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.
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