Fue de nuevo gracias al cordero, porque bruscamente el principito me preguntó, como asaltado por una grave duda:
- Es bien seguro, verdad, ¿qué los corderos comen arbustos?
- Si, es cierto.
- ¡Ah! Me alegro.
No entendí por qué era tan importante que los corderos comiesen arbustos. Pero el principito agregó:
- ¿Entonces comen también baobabs?
Le hice notar al principito que los baobabs no son arbustos sino árboles grandes como iglesias y que aunque se llevara toda una manada de elefantes, la manada no acabaría ni con un solo baobab.
La idea de la manada de elefantes hizo reír al principito:
- Habría que ponerlos unos sobre otros...
Pero señaló sabiamente:
- Antes de crecer, los baobabs comienzan siendo pequeños.
- ¡Es verdad! Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los pequeños baobabs?
Me respondió: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si fuera algo evidente. Y necesité un gran esfuerzo mental para comprender por mí mismo el problema.
Resulta que en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por lo tanto buenas semillas de hierbas buenas y malas semillas de hierbas malas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en el secreto de la tierra hasta que a una se le antoja despertarse. Entonces se estira, y extiende tímidamente hacia el sol una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar crecer como quiera. Pero si se trata de una maleza, hay que arrancarla en seguida, en cuanto se la pudo reconocer. Ahora bien, había unas semillas terribles en el planeta del principito... eran las semillas de baobab. El suelo del planeta estaba plagado de ellas. Y de un baobab, si uno se deja estar, no es posible desembarazarse nunca más. Obstruye todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño, y si los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Después de terminar la higiene matinal, hay que hacer con cuidado la limpieza del planeta. Hay que obligarse regularmente a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue de los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. Es un trabajo muy fastidioso, pero muy fácil."
Y un día me aconsejó esforzarme en lograr un buen dibujo, para meter bien esto en la cabeza de los niños de mi tierra. "Si algún día viajan, me decía, esto les puede servir. A veces no hay problema en dejar el trabajo para después. Pero en caso de tratarse de baobabs, es siempre catastrófico. Conocí un planeta habitado por un perezoso. Había ignorado tres arbustos..."
Y con las indicaciones del principito, dibujé el planeta en cuestión. No me gusta adoptar un tono moralista. Pero el peligro de los baobabs es tan poco conocido, y los riesgos a correr por quien se pudiera perder en un asteroide tan considerables, que por una vez hago excepción a mi reserva. Digo: "¡Niños! ¡Tengan cuidado con los baobabs!" Es para advertir a mis amigos sobre este peligro cercano, desconocido para ellos tanto como para mí, que trabajé tanto en este dibujo. La lección brindada bien valía la pena. Ustedes se preguntarán quizá: ¿Por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs? La respuesta es muy simple: lo intenté pero no lo pude lograr. Cuando dibujé los baobabs estuve animado por un sentimiento de urgencia.
En este cuento esta la enseñanza del sello de la Tierra del Tzolkin.
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